jueves, 16 de abril de 2009

Apología del suicidio

Apología del suicidio

(Escrita entre el 25 de Agosto de 2005 y el 28 de Febrero de 2009)

Es una llamada constante que a veces vacila y otras es muy segura de lo que dice. Pero la constancia es su virtud principal. Algunos la acusan de cobardía, y en efecto, en algún caso aislado puede llegar a serlo, pero en otros es un arrebato extático que pugna por platear un desequilibrio gigantesco frente a otro desequilibrio descomunal de años de duración. Y se busca, por supuesto, plantear un equilibrio. Puede parecer forzado o draconiano, pero grandes inequidades necesitan drásticas medidas. Tal como Ayax Telamonio, que debió atravesarse son su espada, no por cobardía, sino como la única salida honorable frente a su doble desgracia: haber perdido las armas de Aquiles frente al patán de Ulises, y haber padecido la afrenta pública de la demencia. Para el primer asunto, pudo haber una solución, aunque luego de largas horas de meditar. Pero para el segundo, la única fue el suicidio. En efecto, la vida perdió cualquier sentido en el instante en que, por su enorme vergüenza, se halló en soledad absoluta. Esta separación infranqueable volvió imposible toda convivencia y, por lo tanto, toda posibilidad de vida. El solitario, tarde o temprano, busca la muerte, y no me refiero al cenobita o al anacoreta, sino al que busca la compañía de otros, sus semejantes, pero siempre se halla con la barrera que le impide tocar y sentirse tocado. Cuando toma conciencia de esta falta, cuando su deseo por ser comprendido aumenta y la comprensión disminuye aún más, surge el estado de soledad. Él no la busca, aunque ya se ha acostumbrado de alguna manera. Pero eso no quiere decir que exista una resignación. Es una constante búsqueda por romper la barrera, o hallar una falla en su estructura, y si estos intentos son vanos, entonces deviene la desesperación. Cuando la esperanza cesa, también la vida. Esta se convierte en un grito ahogado en el fondo de un abismo, un grito que nadie escucha. Y cuando estos intentos muestran a pobre fantoche en su mediocridad, cuando se somete al juicio del otro y es objeto de burla permanente, cuando se ve aquejado por la impertinencia de la lengua filosa, de la mente incapaz de comprender, del conjunto discriminador de lo extraño, estrambótico, circunspecto o excéntrico, es un duro golpe que acentúa el desequilibrio que ha venido forjándose por años de penitencia, en muchos casos sin culpa. Ante el sinsentido frente al cual Ayax se encontró, la espada fue la única solución, no escapatoria, sino solución.
¿Qué hacer cuando no se es comprendido por absolutamente nadie? ¿Cuándo te hallas solo, sin poder desahogar tus anhelos, tus descubrimientos, tus deseos, tus penas, tus tristezas, tus ideas, tus búsquedas, tus rabias? Todo eso es un cúmulo que explota, que hiere muy profundo y muy fuertemente. Ante ese desequilibrio que aumenta en cada burla, con cada negativa, con cada rostro impasible, con cada insulto, solo queda la medida radical. Una evolución truncada necesita una revolución, pensada, meditada, pero radical. Es cortar el aliento para hacer frente a una monotonía que encierra al alma y a la mente y al cuerpo inclusive en un círculo vicioso. Y de este tipo de círculos no se puede escapar sino rompiéndolo con un impulso que, para quien no comprende, puede parecer desesperado, pero que en realidad es la única esperanza verdadera. Cuando tu simiente se ha alejado, cuando tu máximo desarrollo vital se ve truncado y cortado de raíz por esta soledad que persigue y corroe por dentro y por fuera, solo la medida directa puede permitir el equilibrio, ergo, la muerte. Y es que. Si de un desequilibrio se pasa a otro, la vida sigue. Pero si el desequilibrio, en vez de neutralizarse con otros, sigue creciendo, solo el movimiento maestro del suicidio puede neutralizarlo, aunque eso implique el equilibrio final y no el movimiento de la vida. Pero, a fin de cuentas, ¿no es eso lo que todos buscamos? ¿No es hacia lo que nuestros juegos de desequilibrios apuntan? Quien lo hace con convicción, hace bien. Es menester, pues, saber que se o hace como la única medida útil y efectiva. Quien se suicida en estas condiciones, es feliz y llega a buen estado.
El hierro de nuestra sangre es el mismo que se halla en la tierra, o en las barras de metal. El calcio de nuestros huesos no difiere en nada del que se halla en la cal de las paredes. El ser humano es una mezcla de elementos que semejan la vida. Pero su final es ineluctable y absoluto: vuelve a ser elementos inertes, polvo que se mezcla con el aire. Sus sueños, aspiraciones, deseos, amores, ideales, no va a parara a ninguna parte. Desaparece y es todo. Cualquier visión teleológica del ser humano, cualquier deseo de hallar un sentido a la humanidad entera o a un solo individuo, están condenados al fracaso. No hay razón ni fin para una vida humana. Solo vacío.
Al final, todos seremos cráneos pelados y luego, polvo. Nada quedará de nosotros, todos somos iguales en ese sentido. Todos terminaremos siendo polvo y nada.
Si ese es nuestro destino final, ¿qué objetivo tiene una vida de dolor, de luchas, de esfuerzo? ¿Llegar a la vejez tras larga vida de empeños y afanes? ¿Para qué? ¿Para morir y ser polvo y azar y nada? Pero si eso seremos de todas formas. Pero es mejor no pasar por la vergüenza de la vejez.
Ante este punto, lo más elegante, lo más sublime y noble es la renuncia, renuncia a tener que trabajar por dinero, por lujos y placeres vanos que nada serán cuando seamos polvo. El suicidio es esa renuncia. He aquí otra razón más, pues: ante el sinsentido de la vida humana, que no es sino un esfuerzo tras otro para llegar a nada, la muerte por mano propia es la solución más lógica y precisa. Si no tiene sentido, la vida apunta a la nada. Y mejor es afinar esa puntería y llegar más rápido, para evitarnos las fatigas innecesarias de la vejes y el devenir. Perderse en la nada, en el olvido, y ser polvo por voluntad propia. Y he aquí otra palabra: voluntad. Pienso que el desarrollo máximo de la voluntad lleva necesariamente al suicidio. ¿Qué demostración puede existir que sea más soberana que decidir el momento, el instante, la hora, el lugar y la forma de nuestra propia muerte? ¿Acaso no es la misma voluntad la que impera en ese momento, imponiéndose al tiempo, al espacio, al azar, a la Providencia, el destino, dios o como queramos llamarlo? El hombre muestra el máximo don que tiene: la capacidad de decidir, el libre albedrío sobre su vida y su muerte. Cada quien decide si vivir o morir, y cuándo se siente preparado para recibir a la Parca. Cuando uno siente que ha llegado el momento preciso, no antes ni después, la muerte por mano propia es la más soberana: es oponerse a las supuestas leyes de los hombres y el universo, escupir en el rostro de dios, dar la espalda al mundo, mostrar el imperio de la voluntad en su máxima extensión. Casi se es un súper hombre, que transmuta los valores a su propio arbitrio y los lleva por un caudal distinto al de la sociedad. El profundo velar de la muerte, elegida en el momento oportuno. No una razón, más bien una sinrazón, un absurdo. ¡Un gran desequilibrio frente al absurdo de la vida! ¿No es tonto desvivirse, esforzarse, enlodarse en el estiércol del Universo, para al final terminar en la nada? Es la voluntad férrea la que nos lleva al suicidio. La voluntad de vida, muchas veces, es de otros, de quienes nos rodean, quienes nos impulsan a vivir, muchas veces por razones que nos son totalmente ajenas. Si uno mira en lo más profundo de sus ideales, se dará cuenta de que son lo ideales de otros: familia, trabajo, dinero, amor, éxito, triunfo, gloria, fama, grandeza, amistad, hijos, posesiones, amigos… ¡Qué horrible mirarse en el espejo y descubrir que nuestros anhelos vitales son en verdad de otros. Y que nuestros deseos les pertenecen y el dolor por no tenerlos, nos queda.
La esencia, que podría mirarse en ese espejo individual, es la Nada. Y deshacerse de todo ese juego de máscaras, alejarse del mundo de ilusiones, es algo que requiere la férrea voluntad del suicida. Rechazar esas visiones, esos mundos a los que se abren nuestros sentidos y nuestra mente, es muy difícil y requiere de un gran valor. Es extraño hallarse frente al abismo, a la nada que nos gobierna y quiere tragarnos, y no lo aceptamos. Volvemos a nuestras eternas máscaras, que son las que nos da vida, pues la hacen soportable, deseable, indispensable, necesaria. Pero, si tras larga meditación y soberana reflexión, las máscaras caen y el impulso que las arrancó fue tan fuerte que las destruyó, frente al vacío no queda otra cosa sino arrojarse a él. Ese es el Suicidio Supremo, cuando no quedan raíces ni suelo que pisar, asidero a la vida, en otras palabras.
El sinsentido es neutralizado con otro sinsentido; el absurdo equilibrado con otro igual, la vida y la muerte soberana, aquella que se decide y no la que nos llega de improviso. ¿Qué mejor que llamar, invitar a la muerte y ofrecerle una taza de té? Mejor que esperar sin esperarla, que nos caiga de golpe, que nos ataque desprevenidos en un accidente, en una enfermedad, en un azar o una casualidad. Romper eso y llamarla, desearla y atraerla, justo en el momentos que deseamos, en el lugar que queremos y de la manera que preferimos.
“Nadie conoce cuándo, ni dónde ni cómo morirá” Ese es el viejo adagio para el esclavo. El soberano decide cada una de esas instancias. No solo las decide: las crea, las construye y alimenta. Un último sentido/sinsentido dentro de la vida, quizás con la forma de un ritual propio, ejecución teatral en la que el suicida es el director, actor y único espectador. Un sentido estético que nadie más apreciará. Voluntad y soberanía: esas son las sustancias primordiales del suicidio. Solución frente al desequilibrio, la desesperación y la angustia que provocan el Vacío y la Nada. A ellos se ve impelido el solitario, pues tiene demasiado tiempo para reflexionar sobre el absurdo y el sinsentido de todo lo que nos rodea. Tras larga deliberación, la oportunidad más lógica que aparece, la mejor opción, el desenredo final, es el suicidio.
Nada queda por decir, sino que esta muerte es alegre, preparada, esperada y deseada. El solitario es llevado al vacío, el vacío lleva a la angustia y ésta, al feliz encuentro con la muerte perfectamente planeada. Solución: felicidad de imponer la voluntad en lo único en lo que vale la pena aplicarla: la propia vida y la propia muerte. El suicidio es la máxima muestra de un genial poder de decisión. Una decisión que pocos estamos dispuestos a enfrentar, mucho menos a tomar. El suicida es quien tiene la más fuerte de todas las voluntades[1].

Firmado, Cornelius Nepos,
Revisado y terminado el Sábado 7 de Marzo de 2009, a las 21h:44

Nada y vacío es lo que me esperan, y estoy gustoso de recibirlos.


[1] No tomo en cuenta al suicida desesperado por necesidades materiales o al fanático religioso, ni mucho menos al que quiere llamar la atención. El que busca huir, sin haber hallado el vacío, es un cobarde. El que busca solución al absurdo, hallando el Gran Vacío, es soberano, tal cual es la historia de muchos científicos cuánticos que, tras sus descubrimientos del universo, se hicieron monjes budistas, sufíes, místicos o se suicidaron. El suicidio es el resultado del místico.

2 comentarios:

  1. si le dajamos algo lindo ala vida ,nunca desapareseremos,no hay absurdo,no hay la nada ,no esta en el recuerdo y la curiosidad y respeto de la gente,pienso qe anke sea absurdo vale la pena vivir solo para dar un ejemplo de vida y no de muerte (la nada)
    ojo no kiero decir qe no te respete pero alguna ves lo pensaste asi?,yo pense como vos por eso pero la meditacion me lleva por este camino

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  2. Saludos Andrés

    Es el momento de decir... que encontré una carta fuera de tu casaen mi última visita cuya lectura aún la repaso en mi memoria.

    Gracias

    Daniel

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